A la hora de abordar una intervención en un edificio histórico hay múltiples criterios sobre cómo llevar a cabo la reforma. En un extremo podríamos situar la labor llevada a cabo por Fernando Mendoza en la Iglesia del Salvador hace unos años, una intervención modélica que atajó gran parte de los problemas que venía padeciendo el edificio prácticamente desde su construcción a principios del siglo XVIII. Mendoza se limitó a recuperar el edificio sin eliminar ni añadir nada más de lo estrictamente necesario. El resultado es un monumento vivo que conserva su historia y donde la huella del arquitecto es casi imperceptible.
Lamentablemente este tipo de actuaciones no abundan y en la mayoría de los casos el edificio que se somete a una intervención sufre una serie de modificaciones que lo convierten en otra cosa. Ejemplos hay cientos en Sevilla y quizá los ejemplos más sangrantes sean aquellos que eliminan hasta los cimientos el edificio dejando únicamente una fachada histórica que se adosa como si fuera una careta a la nueva construcción. El respeto al patrimonio y a la historia del edificio en este tipo de intervenciones es nulo y lo único que se persigue es aprovechar el solar, normalmente bien ubicado en el centro histórico.
En la actualidad se ha dado un paso más en el tipo de intervenciones en edificios históricos. Ya no se derriba todo, sino aquello que no interesa para después darle un aspecto neohistoricista al edificio, detalles que pasen por antiguos y que queden bien en los nuevos apartamentos destinados a turistas. Surgen así fachadas que recrean estilos del pasado, zaguanes en los que se eliminan los azulejos antiguos para poner unos nuevos o material de acarreo que se emplea en determinados espacios para dar 'caché' al edificio. La última moda que se está extendiendo en Sevilla (ya he visto varios casos) es la de destrozar a martillazos zócalos de azulejos en perfecto estado para dar una imagen de "paso del tiempo". La destrucción del patrimonio convertida en moda.
Interior de la Casa Burés de Barcelona. Fotografía de Ana Jiménez para La Vanguardia |
Frente a estas intervenciones poco o nada respetuosas con el patrimonio, el otro día descubrí la reforma que se está llevando a cabo en la Casa Burés de Barcelona, un edificio modernista abandonado durante años. La empresa Bonavista Developments compró hace unos años la finca a la Generalitat con el objetivo de hacer viviendas de lujo. De nuevo se podría haber optado por conservar las zonas comunes como su espectacular patio cubierto con una vidriera y, apoyándose en el mal estado del edificio, derribar un poquito aquí y un poquito allá para ganar metros cuadrados. Pero en lugar de eso se ha decidido recuperar el edificio al completo, sacando a la luz pavimentos originales, pinturas murales e incluso comprando en anticuarios mobiliario original del edificio para devolverle su esencia modernista. Uno de los arquitectos del proyecto, Manfredo Navarro, afirmaba en una visita para La Vanguardia que después de tantos años de abandono "ahora tratamos de recuperarlo todo y de restituir aquello que no se puede recuperar". El respeto al patrimonio llevado a su máxima expresión. También son interesantes las palabras del concejal de Patrimonio del Ayuntamiento barcelonés, "tenemos que trabajar en esta línea y tratar de proteger el interior de los inmuebles. No hace falta que sean muy antiguos". Un ejemplo para tomar buena nota en una ciudad como Sevilla donde los interiores no son en absoluto cuidados y toda reforma que se hace en un edificio conlleva la destrucción de pavimentos, zócalos, decoración, jardines y múltiples elementos que hacen único a un edificio.
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