Entrar en la iglesia de Santa María la Blanca sigue ofreciendo esa imagen de sublime decadencia que te deja sin aliento. Y lo hace precisamente porque no ha sido restaurada en su totalidad. Cuando entras en San Andrés, San Vicente o en el Salvador, todo es demasiado nuevo, demasiado perfecto. Santa María la Blanca es distinta, estructuralmente está en perfectas condiciones, se acabaron los problemas de humedades y filtraciones, pero la falta de dinero ha impedido que haya quedado como si la acabaran de inaugurar.
La historia de esta parroquia no deja de dar sorpresas. Siempre se ha asociado con una antigua sinagoga, con una mezquita anterior e incluso con un templo medieval, pero pocos imaginaban que no se fueran destruyendo unos edificios para construir otros (caso del Salvador) sino que se fueron superponiendo y reutilizando sus estructuras. Por eso, tras un muro del crucero, donde colgaban las bellas pinturas de Murillo, han aparecido varios vanos que pertenecerían a una de las sinagogas de la Judería que ocupaba este sector del casco histórico de la ciudad.
A falta de que regresen las copias de Murillo, la Piedad de Luis de Vargas o la Sagrada Cena de Murillo (ésa que los franceses no se llevaron porque pensaron que no era obra suya), podemos recrearnos en las magníficas yeserías del templo, un elemento en cuyo diseño también participó Murillo.
La última reforma de esta iglesia se remonta, como muchas ya sabrán, a los años sesenta del siglo XVII cuando Justino de Neve se encargó de la remodelación del templo, dándole su aspecto actual enmascarando la sinagoga judía. Para su decoración contrató a su gran amigo Bartolomé Esteban Murillo, que realizó varios lienzos para los arcos de medio punto de la zona del presbiterio. En ellos se contaba la fundación mítica de Santa Maria Maggiore, en Roma, el sueño del patricio Juan y la nevada en pleno agosto que dio nombre a la advocación de Santa María 'la Blanca'.
El templo ha estado cerrado casi tres años, desde que en abril de 2010 tuviera que cerrarse al culto por los graves problemas de filtraciones que padecía. La intervención, sufragada en un 80% por la Junta de Andalucía, ha saneado las cubiertas del templo, ha eliminado las humedades y ha estabilizado la estructura del edificio. Además, se ha aprovechado para restaurar los azulejos de los zócalos de toda la iglesia, que lucen espléndidos.
Vanos de la antigua sinagoga enmascarados tras los cuadros de Murillo
Pero aún queda mucho por hacer. Un mero paseo por el edificio muestra el deterioro del paso del tiempo: pinturas perdidas, paredes que necesitan un nuevo revoco, yeserías cubiertas de polvo, retablos donde el dorado hace tiempo que perdió su brillo... El párroco pide ayuda para afrontar una tercera fase de obras (y terminar de pagar la segunda). Durante la visita he echado en falta una hucha donde se recolectara el dinero necesario, incluso se podría haber editado una pequeña guía didáctica para ponerla a la venta en el propio templo y obtener así nuevos recursos. Mantener el patrimonio es tarea de todos y más ahora cuando los recursos públicos son los que son (sobre todo por determinadas decisiones políticas que recortan donde no deben y malgastan en caprichos).
Leía esta mañana con admiración un reportaje sobre la ciudad de Dresde y me maravillaba el ver cómo la ciudad ha sabido resurgir de sus cenizas y mostrarse de nuevo al mundo como la Florencia del Norte. Sevilla, la que fuera nueva Roma, sigue sin valorar su patrimonio y permite que sus templos, palacios y caserío histórico muestre un lamentable estado de conservación, cuando no directamente ha consentido su total desaparición.
Mientras le llega el turno a Santa María la Blanca, recreémonos en su tenebrismo, en su decadencia, en su restauración a medio terminar. No dejemos de visitarla y disfrutarla, sólo así seguirá siendo testigo de nuestra historia.
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